lunes, 20 de octubre de 2008

Estatutos de la Asociación: Preámbulo



El hombre busca la verdad y alguien de quien fiarse, escribe el Papa Juan Pablo II en la carta encíclica Fides et Ratio. Y esta búsqueda, junto al deseo de la belleza y el bien, es el factor determinante de lo humano por cuanto en ella se desvela, siquiera parcialmente, la humanidad al hombre. Por eso, ponerse en búsqueda, es una exigencia para poder construir la vida sobre una verdad que la inteligencia pueda reconocer como tal.


Esa búsqueda que trataba de comprender el Lògos de la realidad llegando a su primer principio ha cristalizado, en nuestra cultura occidental y de un modo sobresaliente, en la experiencia cristiana, que ha fecundado y vertebrado la vida de los hombres durante largos siglos, arrojando a su paso un torrente de creaciones espirituales, artísticas, filosóficas, asistenciales y culturales de extraordinario valor. Sin embargo esta experiencia, desde hace cinco siglos ya, quedó fragmentada dando paso a lo que ahora conocemos como modernidad caracterizada por la fractura nominalista entre el ser y la palabra que terminaría alumbrando el absolutismo y una concepción de la relación del hombre con el mundo circunscrita a términos de puro dominium.


Estos hechos, entre otros, dieron lugar a la marginación de la experiencia cristiana a un espacio propio y cerrado que es una invención típicamente moderna: el espacio de lo religioso, separado y fuera de otros espacios del conocimiento y de la actividad humanas, concibiéndose como dos mundos inconexos y extraños el uno para con el otro. Este es el origen del dualismo que ha ido contaminando más y más esa experiencia cristiana y que ha terminado generando el ateísmo y el nihilismo contemporáneos. Porque ha sido ese confinamiento de la experiencia cristiana a un espacio “propio”, aunque también la reducción de esa experiencia a un conjunto de prácticas rituales o de abstracciones doctrinales o morales, lo que hace imposible que Cristo pueda ser percibido como clave de lo humano.


Pero, pese a tantas sombras y dificultades, la historia de la Encarnación permanece en el espacio y en el tiempo aunque, en cierto modo y especialmente durante la modernidad, hayamos presenciado una cierta “desencarnación” manifestada en la secularización, descristianización y disolución de la propia modernidad en una cultura de la muerte, marcada cada vez más por la censura y la abolición de lo humano. Y por eso hoy más que nunca a los cristianos nos corresponde dar testimonio y dar la voz al mundo de la dignidad sagrada de la persona humana en tanto que persona humana, y de la consecuente dignidad de la razón y de la libertad.


A los cristianos nos corresponde anunciar la verdad última sobre la vida del hombre, Jesucristo, que es el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6). Por eso la diaconía de la verdad es esa misión que asume la comunidad creyente dirigida a comunicar las certezas adquiridas aun a sabiendas de que, como dice San Pablo: Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial pero entonces conoceré como soy conocido (1 Co 13, 12). Sólo así superaremos esa fractura entre fe y razón, esa separación entre Dios y la creación (la realidad), característica de la modernidad.


Por eso, los miembros de esta Asociación, y en línea con lo expresado por el Concilio Vaticano II, afirmamos que Cristo, el Señor, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y descubre la grandeza de su vocación. Afirmamos también que Cristo es el Alfa y la Omega, el principio y el fin (Ap 21, 6; 22,13), que todo ha sido creado por Él y para Él y todo tiene en Él su consistencia (Cl 1, 18), que Cristo es el centro del cosmos y de la historia (Redemptor Hominis, 1) y que, como leemos en la Carta de San Pablo a Filemón, Cristo es el verdadero libertador. Por todo ello, el acontecimiento de Cristo tiene consecuencias decisivas para la comprensión del hombre y de la realidad.


Y siendo así las cosas, y porque la experiencia cristiana da respuesta a las preguntas y aspiraciones más profundas del hombre, también en esta hora de la historia, y porque, como decía Hans Urs von Balthasar, es urgente abatir los bastiones en los que está encerrada, nosotros, los últimos trabajadores de la viña del Señor, nos disponemos, desde la libertad y el afecto por todos los hombres, a comunicarla.